domingo, 6 de diciembre de 2009

Al lado de Gamoneda

Nuestra cita era a la media tarde. Hasta esa hora nos dedicamos a conversar sobre nuestro propio encuentro y de los amigos comunes que no pudieron estar con nosotros, también… apóstoles gamonedianos.

Encontramos al poeta terminando una carta en su despacho. Llevaba todo el día trabajando. Se había levantado bien temprano y no había cesado en sus quehaceres. Al poco, nos invitó a bajar al recoleto jardín de su casa y a beber unas sidras naturales traídas de Asturias, cuyos culines nos escanciaba -curioso procedimiento- mediante un “ordeñador” eléctrico.

Pasamos horas de conversación, sobre sus incesantes y agotadores viajes, sobre poetas para nada menores si bien menos afortunados en la fama, sobre los premios literarios y los jurados de tales, todo ello entreverado de anécdotas, vividas e impagables. El auténtico placer de estar al lado de Gamoneda es poder contemplarle mientras se sigue el ritmo sincopado de su habla y como, cerrando sus parpados, se hunde en la música e imágenes de su propio pensamiento.

La tarde fue pasando exquisita. Por un rato nos acompaño Angelines, su mujer. El poeta aprovechó ese momento para pergeñar su plan: se ausentó un instante, llamó a un restaurante e hizo una reserva; calladamente nos dirigió a él caminando en un corto paseo por las calles céntricas de León adyacentes a su casa. La cena fue magnífica, con un poco de “veneno” en forma de foie… En aquel rincón reservado, hablamos más aun de poesía que durante la tarde, de algunos poemas, para los que nos dio su opinión y consejo, del pensamiento mágico y de los “toros celestes” de Lorca.

Despedimos a Gamoneda a la media noche. Se excusó de querer y no poder prolongar la velada ya que necesitaba descansar; al día siguiente debía corresponder nuevos compromisos, más trabajo y más viajes. Nos saludó en la despedida, prolongada y efusivamente, y quedamos solos, Paco y yo, tras de la puerta que da a la casa donde vive, gozosos y melancólicos.

Gamoneda nos habló muy bien de varios poetas esa tarde, pero de Celaya y de Lorca, como los poetas de este siglo que quedarán, y de Herberto Helder, poeta portugués, como el mejor poeta vivo.

El poeta llena de modestia su poesía cuando habla de sí mismo, de su escritura, pero su ambición poética es grande como su bondad. Es generoso y duro: no concede ni a manipuladores ni a caciques, no olvida la ocasión de la justicia, porque sabe de primera mano de su carencia, como del dolor de vivir y perder. Su compañía es una recompensa, su mínimo gesto de amistad, se entraña. Inmediatamente te separas de él, sientes extrañeza. Solo nos cupo apaciguar esta y celebrar las horas pasadas con una copa…


Sigue...

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